
El ser humano es un ser social. La
identidad personal está tejida de diversas relaciones personales de
interdependencia. Nadie ha venido al mundo como superman, en un meteorito. Más
bien ha crecido en una familia. En ella ha aprendido a hablar, a andar, a
pensar, a relacionarse, etc. Por eso es lógico que cada uno de nosotros
establezca una relación de interdependencia con los nuestros. No obstante, es
frecuente observar que
un error grave en
la comunicación conyugal es la dependencia. En este campo, hay diversos
tipos de dependencia.
Un cónyuge afectivamente
dependiente es aquel que necesita recibir y ser objeto de manifestaciones de afecto constantemente. Necesitan
ser aprobados y reconocidos continuamente. Son capaces de ceder en todo con tal de ganar el afecto del otro.
No son libres en su relación. Él otro puede pensar que es maravilloso que
sintonicen en todos los aspectos pero ciertamente no hay una adhesión
libre de intimidades.
Por otro lado, puede haber una
dependencia cognitiva. El esposo o la esposa no resuelve nada, no decide nada, no opina nada. Lo tiene que hacer el
otro. Esto supone un empobrecimiento intelectual de cada esposo y de los hijos
que crecen en un ambiente poco estimulante.

El cónyuge dependiente se sitúa
siempre en un plano de inferioridad para dirigirse al otro. Difícilmente le
contradice, le corrige o expresa sus opiniones. Esta relación claramente
empobrece a ambos. El primero jamás se
expresa con verdad, tiene una pobre autoestima y un perspectiva muy limitada de
sus deseos y sus preferencias. El segundo no crece, se acomoda en una posición
en la que el otro no le habla de tú a tú. Esto crea una insatisfacción y una
frustración interior que puede hacer que la relación dure mucho pero sin
contenido, sin fundamento, vana.
Cuando se establecen relaciones de dependencia es
necesario aclara que lo que el hombre o la mujer necesitan no es un hijo o una
hija, ni un padre o madre. Necesita que el otro sea un verdadero esposo o
esposa. En estos casos, es necesario aprender a expresarse, a tomar decisiones,
a soportar la ansiedad que supone
que el otro esté enfadado conmigo, a reconstruir el propio autoconcepto y descubrir que para saber querer bien al otro hace falta saber discutir, corregirse y
estimularse mutuamente.