sábado, 26 de noviembre de 2016

MANEJANDO HORMONAS

Cuando nuestros hijos rondan los doce años comenzamos a observar algunos cambios en su forma de relacionarse con nosotros. Les aburren las actividades que planificamos, discuten con más vehemencia muchas de nuestras reglas y propuestas, sus amigos se convierten en fuente de opinión rigurosa, la ropa que se va a poner es un asunto de vital importancia y su humor fluctúa más que la bolsa de Wall Street.

No cabe duda, hemos comenzado a manejar hormonas. Las glándulas suprarrenales están haciendo su trabajo y el eje que conecta hipotálamo, hipófisis y gónadas está madurando. La cuestión es que los padres debemos adaptarnos. La forma de relacionarnos con ellos (comunicación, normas, exigencias, consejos, estímulos y planes) debe tener en cuenta los cambios psicológicos de la pubertad. Examinemos los más importantes:

1.     Irritabilidad y cambios en el estado de ánimo. Los cambios hormonales aumentan su sensibilidad. Puede tener reacciones desproporcionadas antes cualquier acontecimiento.  A los padres nos conviene evitar perder el control antes estas reacciones. Al mostrar firmeza y calma, no solo somos un modelo de comportamiento sino que al mismo tiempo evitamos cambios en nuestras reglas a causa de sus desmanes.

2.     Necesidad de reafirmar su identidad. Necesita sacudirse la imagen de niño y puede tener una tendencia a estar a la defensiva. Durante una década nuestro hijo se enfrentará a una pregunta ¿Quién soy yo? Durante ese camino tendrá que poner a prueba lo que ha recibido de sus padres, conocerse y conocer el mundo que le rodea. A nosotros como padres, nos pone nerviosos que no acepte automáticamente nuestra visión del mundo. En este ámbito debemos ser pacientes y perseverar sin caer en la neurosis de cambiar nuestros principios y valores para que él no nos retire el afecto.

3.     Miedo al rechazo de los compañeros. Los amigos son imprescindibles. El chico no puede soportar la idea de ser excluido del grupo. El grupo le proporciona modelos y apoyo en los periodos de incertidumbre. Estar juntos y hablar de sus cosas es la actividad preferida. Siente que ha de ser leal a su grupo a toda costa, incluso aunque para ello deba desafiar a sus progenitores. Por eso, si utilizamos el desprecio, el sarcasmo y la ironía para referirnos a esos amigos, crearemos una barrera para el diálogo, una traba para la confianza y si le forzamos a elegir, tal vez no nos guste el desenlace.

4.     Imagen inestable de sí mismo. El niño comienza a sentirse mayor. Esto le gusta, pero a veces le hace sentir menos protegido que cuando era más pequeño. Estas vivencias contradictorias le confunden y puede tener reacciones infantiles que desorienten a los padres. En estas situaciones, conviene escuchar  y comprender  para ayudarle  a aceptarse en esta fase de transición.

5.     El despertar de los intereses sexuales. Los cambios hormonales y corporales despertarán en ellos la atracción romántica y sentimientos muy intensos de enamoramiento. La dimensión sexual comienza a colorear todo el comportamiento de nuestros chicos. Es necesario que los padres estemos cerca, a la escucha y con los canales de comunicación abiertos para que nuestras conversaciones no solo se refieran a recetas prácticas sino que podamos vincular la sexualidad al amor y la responsabilidad. Pero si no estamos disponibles y no mantenemos comunicación abierta, no podremos ofrecer una visión integral de esta nueva dimensión.

6.     Aumento de la sensibilidad ante el fracaso. La deseada autonomía les hace sentir mayor responsabilidad en sus actos y decisiones. No soportan que los padres y los profesores vean que se equivocan y, mucho menos, que pretendan corregirles como cuando eran pequeños. Si constantemente resaltamos aquello que hacen mal reforzaremos en ellos la actitud defensiva ante nuestras opiniones, consejos o ideas.

Los cambios físicos, sociales y psicológicos que se producen en nuestros hijos nos animan a pasar de un estilo más basado en las consecuencias (premios y castigos) a otro más basado en el diálogo. Pero si antes, no hemos trabajado las consecuencias y no estamos habituados o disponibles para el diálogo, ahora nos enfrentaremos a un reto imponente. No obstante, si las cosas se complican siempre es recomendable acudir a un profesional.



viernes, 18 de noviembre de 2016

EL ENANO SE PONE COMO UNA BESTIA

La mayoría de los padres hemos tenido que soportar episodios en los que nuestro hijo se tira al suelo, chilla, golpea los muebles o llora amargamente cuando le hemos negado alguna petición o le hemos cambiado el plan o la actividad. Estas escenas, según la situación, las hemos vivido con estupor, ira o vergüenza aplastante.

Las rabietas o las pataletas son respuestas muy frecuentes en niños de  dos o tres años y, aunque lo previsible es que remitan con la edad, algunos llegan a los cuarenta y siguen dando portazos o abalanzándose sobre la bocina del coche.

En ocasiones, se desencadenan porque están cansados o sobre estimulados y no pueden controlar las emociones. Otras veces, expresan el enfado y frustración que sienten por no poder hacer algo que querían hacer. Esta primera infancia es una edad de afirmación del yo. El pequeño iracundo trata de establecer su individualidad y su forma de hacerlo tiene que ver con el temperamento heredado.

La cuestión es que les funciona. Los padres por miedo a que se haga daño o sufra un colapso, por vergüenza o por cansancio acaban haciendo alguna concesión al hijo. O bien ceden y le dan lo que pide (le compran el huevo kínder en la cola del supermercado), o le dan más atención y ternura (abrazos, caricias, suplicas y explicaciones durante unos minutos), o le dan un sustituto de aquello que había pedido (le dan el postre que le gusta o le ponen la camisa que quiere si se controla para que se relaje).

De esta manera el pequeño iracundo aprende a manejar mal su propia frustración. Crece con la idea de que sus deseos deben ser satisfechos con inmediatez y amabilidad porque de lo contrario es insoportable. En esta dirección estamos educando una persona débil, hedonista, cortoplacista y muy centrada en sus propias necesidades. Un regalito.

Es necesario tomar conciencia de que podemos influir en la frecuencia e intensidad de estos episodios con el objetivo de debilitar este comportamiento que aunque es normal, puede convertirse en problemático.

Existen varias estrategias para tomar cartas en el asunto, éstas son algunas:

1.     Ignorar las pataletas. Se trata de hacer caso omiso cuando observamos que el chico está en un entorno seguro. Hacer firme propósito de no mirarle, no hablarle, no tocarle. El pequeño puede terminar la pataleta por sí mismo. Cuando termine no mencionaremos nada del incidente.

2.     Poner al niño en el rincón. Si la pataleta persiste, los padres pueden llevarle a un rincón o un espacio en el que la rabieta no reciba ninguna interferencia, atención o recompensa del entorno (padres, hermanos…). Se quedará allí tantos minutos como años tenga o hasta que desista.

3.     Evitar el uso de pataletas para eludir responsabilidades. Si ha realizado una pataleta, cuando termine el episodio debe hacer aquello que se le encomendó (llevar los zapatos a la habitación, recoger el yogur…).
4.     No permita que la pataleta cambien un NO en SI. Los niños son eminentemente prácticos. Aquello que funciona volverá a ser usado aunque haya prometido que no lo hará. 

   Estas son algunas de las más importantes pero si todo falla, le animo a que se ponga en manos de un profesional.