martes, 20 de diciembre de 2016

PROTAGONISTAS OCULTOS EN LA PAREJA

En la vida de pareja, la comunicación es un elemento vital. En muchas ocasiones, la pareja descubre que una conversación ha embarrancado y se masca una buena dosis de tensión. Si hablamos con cada uno por separado nos dirá que el otro no escucha, que no entiende cómo se ha puesto así y que hay temas que no se pueden tocar. Es posible que la pareja esté tropezando sin saberlo con lo que podemos llamar “los protagonistas ocultos de nuestras conversaciones”


Todos tenemos apegos. Unos son sanos y otros verdaderamente insanos. ¡Cómo no vamos a estar apegados a nuestros hijos, amigos o hermanos! El apego es sano si nos permite pensar (podemos decidir sin manipulaciones), ser libres (podemos decirle “si” y “no” a sus demandas) y no nos hace ciegos (reconocemos lo que nos gusta y lo que no). Este apego si es sano para mí, también lo será para mi marido/mujer.

No obstante, también tenemos otros apegos que nos parecen “inconfesables” porque pensamos que el otro no está dispuesto a aceptarlo o porque se pueden considerar como una debilidad. Por ejemplo, puedo estar pasando una época en la que me siento un poco distanciado de mis amigos y, cuando uno me pide ayuda (quiere salir a tomar un café, ir a jugar al tenis o nos invita a una paella en su casa) siento que no puedo negarme. Como creo que no puedo confesar mi dificultad para decir que no a mi amigo, tengo la tentación de manipular la conversación o la agenda familiar para satisfacer mi deseo. Esto puede llevar a una discusión tremenda y a generar desconfianza en mi pareja.



Está claro que las razones ocultas y algunos apegos no sanos pueden ser enemigos de lo que más queremos. Conviene liberarnos de estos apegos inconfesables. Es necesario que podamos dialogar tranquilamente de cosas sencillas de la vida sin complicarnos. Por eso la salud de la comunicación conyugal tiene su fuente en tener tiempo para los dos y tiempo de calidad. Para que el diálogo pueda ser sereno, transparente, profundo, con matices y sin defensas es necesario crear un tiempo para los dos. Será la mejor inversión para llegar a viejos siendo buenos conversadores, cómplices e íntimos, los mejores compañeros.

Fuente: Matrimonio ¿Hablamos?


sábado, 26 de noviembre de 2016

MANEJANDO HORMONAS

Cuando nuestros hijos rondan los doce años comenzamos a observar algunos cambios en su forma de relacionarse con nosotros. Les aburren las actividades que planificamos, discuten con más vehemencia muchas de nuestras reglas y propuestas, sus amigos se convierten en fuente de opinión rigurosa, la ropa que se va a poner es un asunto de vital importancia y su humor fluctúa más que la bolsa de Wall Street.

No cabe duda, hemos comenzado a manejar hormonas. Las glándulas suprarrenales están haciendo su trabajo y el eje que conecta hipotálamo, hipófisis y gónadas está madurando. La cuestión es que los padres debemos adaptarnos. La forma de relacionarnos con ellos (comunicación, normas, exigencias, consejos, estímulos y planes) debe tener en cuenta los cambios psicológicos de la pubertad. Examinemos los más importantes:

1.     Irritabilidad y cambios en el estado de ánimo. Los cambios hormonales aumentan su sensibilidad. Puede tener reacciones desproporcionadas antes cualquier acontecimiento.  A los padres nos conviene evitar perder el control antes estas reacciones. Al mostrar firmeza y calma, no solo somos un modelo de comportamiento sino que al mismo tiempo evitamos cambios en nuestras reglas a causa de sus desmanes.

2.     Necesidad de reafirmar su identidad. Necesita sacudirse la imagen de niño y puede tener una tendencia a estar a la defensiva. Durante una década nuestro hijo se enfrentará a una pregunta ¿Quién soy yo? Durante ese camino tendrá que poner a prueba lo que ha recibido de sus padres, conocerse y conocer el mundo que le rodea. A nosotros como padres, nos pone nerviosos que no acepte automáticamente nuestra visión del mundo. En este ámbito debemos ser pacientes y perseverar sin caer en la neurosis de cambiar nuestros principios y valores para que él no nos retire el afecto.

3.     Miedo al rechazo de los compañeros. Los amigos son imprescindibles. El chico no puede soportar la idea de ser excluido del grupo. El grupo le proporciona modelos y apoyo en los periodos de incertidumbre. Estar juntos y hablar de sus cosas es la actividad preferida. Siente que ha de ser leal a su grupo a toda costa, incluso aunque para ello deba desafiar a sus progenitores. Por eso, si utilizamos el desprecio, el sarcasmo y la ironía para referirnos a esos amigos, crearemos una barrera para el diálogo, una traba para la confianza y si le forzamos a elegir, tal vez no nos guste el desenlace.

4.     Imagen inestable de sí mismo. El niño comienza a sentirse mayor. Esto le gusta, pero a veces le hace sentir menos protegido que cuando era más pequeño. Estas vivencias contradictorias le confunden y puede tener reacciones infantiles que desorienten a los padres. En estas situaciones, conviene escuchar  y comprender  para ayudarle  a aceptarse en esta fase de transición.

5.     El despertar de los intereses sexuales. Los cambios hormonales y corporales despertarán en ellos la atracción romántica y sentimientos muy intensos de enamoramiento. La dimensión sexual comienza a colorear todo el comportamiento de nuestros chicos. Es necesario que los padres estemos cerca, a la escucha y con los canales de comunicación abiertos para que nuestras conversaciones no solo se refieran a recetas prácticas sino que podamos vincular la sexualidad al amor y la responsabilidad. Pero si no estamos disponibles y no mantenemos comunicación abierta, no podremos ofrecer una visión integral de esta nueva dimensión.

6.     Aumento de la sensibilidad ante el fracaso. La deseada autonomía les hace sentir mayor responsabilidad en sus actos y decisiones. No soportan que los padres y los profesores vean que se equivocan y, mucho menos, que pretendan corregirles como cuando eran pequeños. Si constantemente resaltamos aquello que hacen mal reforzaremos en ellos la actitud defensiva ante nuestras opiniones, consejos o ideas.

Los cambios físicos, sociales y psicológicos que se producen en nuestros hijos nos animan a pasar de un estilo más basado en las consecuencias (premios y castigos) a otro más basado en el diálogo. Pero si antes, no hemos trabajado las consecuencias y no estamos habituados o disponibles para el diálogo, ahora nos enfrentaremos a un reto imponente. No obstante, si las cosas se complican siempre es recomendable acudir a un profesional.



viernes, 18 de noviembre de 2016

EL ENANO SE PONE COMO UNA BESTIA

La mayoría de los padres hemos tenido que soportar episodios en los que nuestro hijo se tira al suelo, chilla, golpea los muebles o llora amargamente cuando le hemos negado alguna petición o le hemos cambiado el plan o la actividad. Estas escenas, según la situación, las hemos vivido con estupor, ira o vergüenza aplastante.

Las rabietas o las pataletas son respuestas muy frecuentes en niños de  dos o tres años y, aunque lo previsible es que remitan con la edad, algunos llegan a los cuarenta y siguen dando portazos o abalanzándose sobre la bocina del coche.

En ocasiones, se desencadenan porque están cansados o sobre estimulados y no pueden controlar las emociones. Otras veces, expresan el enfado y frustración que sienten por no poder hacer algo que querían hacer. Esta primera infancia es una edad de afirmación del yo. El pequeño iracundo trata de establecer su individualidad y su forma de hacerlo tiene que ver con el temperamento heredado.

La cuestión es que les funciona. Los padres por miedo a que se haga daño o sufra un colapso, por vergüenza o por cansancio acaban haciendo alguna concesión al hijo. O bien ceden y le dan lo que pide (le compran el huevo kínder en la cola del supermercado), o le dan más atención y ternura (abrazos, caricias, suplicas y explicaciones durante unos minutos), o le dan un sustituto de aquello que había pedido (le dan el postre que le gusta o le ponen la camisa que quiere si se controla para que se relaje).

De esta manera el pequeño iracundo aprende a manejar mal su propia frustración. Crece con la idea de que sus deseos deben ser satisfechos con inmediatez y amabilidad porque de lo contrario es insoportable. En esta dirección estamos educando una persona débil, hedonista, cortoplacista y muy centrada en sus propias necesidades. Un regalito.

Es necesario tomar conciencia de que podemos influir en la frecuencia e intensidad de estos episodios con el objetivo de debilitar este comportamiento que aunque es normal, puede convertirse en problemático.

Existen varias estrategias para tomar cartas en el asunto, éstas son algunas:

1.     Ignorar las pataletas. Se trata de hacer caso omiso cuando observamos que el chico está en un entorno seguro. Hacer firme propósito de no mirarle, no hablarle, no tocarle. El pequeño puede terminar la pataleta por sí mismo. Cuando termine no mencionaremos nada del incidente.

2.     Poner al niño en el rincón. Si la pataleta persiste, los padres pueden llevarle a un rincón o un espacio en el que la rabieta no reciba ninguna interferencia, atención o recompensa del entorno (padres, hermanos…). Se quedará allí tantos minutos como años tenga o hasta que desista.

3.     Evitar el uso de pataletas para eludir responsabilidades. Si ha realizado una pataleta, cuando termine el episodio debe hacer aquello que se le encomendó (llevar los zapatos a la habitación, recoger el yogur…).
4.     No permita que la pataleta cambien un NO en SI. Los niños son eminentemente prácticos. Aquello que funciona volverá a ser usado aunque haya prometido que no lo hará. 

   Estas son algunas de las más importantes pero si todo falla, le animo a que se ponga en manos de un profesional.


lunes, 31 de octubre de 2016

BARRERAS EN LA COMUNICACIÓN FAMILIAR

Una de las expresiones que solemos escuchar dentro de una familia en conflicto es “con ése no se puede hablar”. Es fácil encontrar a un padre hablando así de su hijo adolescente o a una esposa refiriendose a su marido. En ese punto, nos encontramos a alguien que ha hecho serios esfuerzos bien intencionados por dialogar con el otro y se ha topado con una cerrazón típica de las conchas marinas. Esto genera una importante dosis de frustración que alimenta el distanciamiento y la disgregación familiar.

¿Cómo abrir la concha? Puede ser interesante tomar conciencia de algunas de las principales barreras de la comunicación familiar que están distorsionando nuestra relación de pareja o nuestro entendimiento con los hijos. Sin ánimo de ser exhaustivos podríamos enumerar las siguientes:

1.- Actitud de superioridad. Cuando en nuestras conversaciones percibimos que el otro adopta una actitud paternalista, condescendiente o moralizante automáticamente levantamos una defensa  para poder expresar nuestra autonomía e independencia. Dejamos de escuchar, evitamos ceder y aunque podamos reconocer que lo que el otro señala es verdad nos atrincheramos para evitar cualquier concesión a su intento de conducirnos.

2.- Adivinar el pensamiento del otro. En las conversaciones subidas de tono se suele escuchar “tú lo que quieres es que... (yo no salga nunca/haga siempre lo que tú dices)” Con esta expresión  estamos atribuyendo malas intenciones a nuestros interlocutor. La respuesta lógica que recibiremos será defensa, ataque o huida. Muy poco útiles para alcanzar un acuerdo o para lograr armonía familiar.

3.- Interrumpimos al otro con frecuencia. Respetar el turno de palabra es muy saludable para evitar una escalada de violencia verbal. Cuando soy interrumpido me siento menospreciado (te interrumpo porque ya sé lo que vas a decir) y tiendo a responder pagando con la misma moneda. La interrupción puede ser exterior o interior. Mientras el otro habla yo estoy preparando mi respuesta porque lo que dice no merece ser escuchado.

4.- Afirmaciones dogmáticas y radicales. “Siempre estamos igual”; “nunca me escuchas”; “siempre haces lo que te da la gana” “aquí es que no se puede hablar”. Expresiones así son bloqueadores del diálogo porque introducen el veneno de la desesperanza y dibujan una escena catastrófica en la que estamos incapacitados para dialogar, aprender o convivir.

5.- Encasillamos al otro. A lo largo de la historia que compartimos con el otro, hemos observado un patrón de comportamiento y, consecuentemente, le hemos asignado una etiqueta (“es un flojo”, “es una caradura”, “es una mandona”, “es un comodón”). Con ello creamos dentro de nosotros  pobres expectativas respecto a la atención que el otro nos va a prestar. Nos acercamos a él con prevenciones y defensas que en muchas ocasiones son detectadas por nuestro interlocutor. Es la crónica de una muerte anunciada.

6.- Oído selectivo. Es el contrapunto de la barrera anterior. El hijo está predispuesto a escuchar y a defenderse de mensajes de su madre que connoten autoridad, control o superioridad. Así mismo, el padre, con respecto al hijo, está preparado para reaccionar a mensajes de desacato o indiferencia. Es un coctel que augura un desenlace fatal.

7.- Tendencia a no dar la razón. Se trata de una predisposición a no ceder en ningún aspecto y a evitar sea como sea que el otro se quede encima. Es como hablar con el “Doctor no”. Nos cerramos en nuestra posición para ganar sea como sea en la batalla dialéctica aunque sea a costa de actuar en contra de nuestros propios principios éticos.

8.- Discurso excesivamente emocional. El enfado o el nerviosismo interfieren seriamente en el contenido de lo que hablamos y en la forma en la que tratamos al otro. Es mejor buscar la calma y el momento adecuado para decir las cosas más difíciles a las personas que más queremos.


Estas son algunas de las principales barreras que distorsionan la comunicación con las personas que más nos importan. Si deseamos que el otro se abra, escuche o acepte lo que deseamos decirle merece la pena cuidar el lenguaje, nuestra actitud, la forma, el lugar o las personas que están presentes cuando queremos tratar temas sensibles. En estos casos, la primera persona con la que tengo  que hablar es conmigo mismo, de manera que pueda desmontar estas barreras para que lo que deseo decir sea escuchado, acogido y aceptado con más facilidad.

Espero os haya gustado.


martes, 11 de octubre de 2016

NO NOS ENTENDEMOS. ESTAMOS EN MODO HOSTIL.

Las discusiones, los enfados y los roces suelen ser elementos naturales en la vida familiar. No obstante, en ocasiones estas situaciones se convierten en un conflicto enquistado. Parece que la relación de pareja no puede abandonar el “modo hostil”, percibimos que nuestro hijo  está siempre a la defensiva o la comunicación con nuestro hermano se hace muy difícil. En estos casos, nos encontraremos que “varias personas tienen posiciones, valores, intereses o deseos contrapuestos” y eso está contaminado por las emociones y el estilo de comunicación.

Pueden surgir conflictos sobre cómo gastar el poco dinero que tenemos, cómo emplear nuestro tiempo libre, cómo educar a los hijos, cómo debe ser nuestra relación con la familia política, sobre quién debe responsabilizarse de qué en la casa o incluso cuáles deben ser los papeles que juega miembro en la casa. No obstante, el desencadenante no suele ser la causa. Más bien hay que revisar la historia de roces y de “facturas pendientes” para poder clarificar de dónde procede la crisis.

LA TEORÍA DEL ICEBERG
Ante esta situación, nuestro primer consejo debe ser definir bien el problema. Esto puede suponer la mitad de la solución. Para ello recurriremos a la teoría del Iceberg. El hielo que se percibe fuera del agua solo representa el 20% de la masa total. En un conflicto, cada persona mantiene una POSICIÓN (deseo ir a jugar al padel / no quiero que vayas a jugar al padel). Esto es lo que se observa. Dos personas discutiendo, como si la vida le fuera en ello, para conseguir que el otro ceda en su posición.
No obstante, la discusión esconde “bajo agua” otros elementos. Cada postura se explica con los INTERESES. Estos responden a la cuestión de por qué mantiene esa postura (He quedado con el jefe para jugar y no le quiero fallar / necesito ayuda con los niños porque estoy estresada). Conocer los intereses que justifican cada posición ayuda a buscar caminos de conciliación (Jugar al padel no va ser una costumbre / mañana te quedas tú con los chicos).  

Otro elemento, más sumergido, son las NECESIDADES. Los intereses se explican acudiendo  a la necesidades de cada persona: necesidad de afecto, descanso, ser aceptado, seguridad, sentirse realizado, bienestar emocional. Conocer las necesidades profundas que movilizan el comportamiento del otro nos ayuda a ser más respetuosos con su posición y dialogar con más calma. Dejamos de ver al otro como un caradura que solo quiere imponer su posición y nos abrimos a la posibilidad de conciliar intereses y necesidades.

SECUESTRADOS EMOCIONALMENTE


En muchas ocasiones, cuando las posiciones se contraponen anida en nuestro interior la condena (es un … “tal o una cual”), el catastrofismo (me va a reventar la cabeza) o los deseos de venganza (le voy a pagar con la misma moneda). Cuando esto ocurre, somos secuestrados emocionalmente, nos configuramos en “modo hostil” y utilizamos un estilo de comunicación agresivo. En ese momento, no deseamos resolver el conflicto. Solo queremos ganar e imponer nuestra visión de las cosas.

Por eso, conviene tomar distancia del problema, ir despacio, reflexionar sobre los intereses y necesidades compartidos, mostrar actitudes templadas, eludir el sarcasmo, cuidar el estilo de comunicación y si, solos no podemos, pedir ayuda a un profesional.


Cada familia es única y cada crisis familiar integra un universo de historias, implicados y connotaciones pero espero que esta pequeña reflexión nos anime a fortalecer nuestras relaciones personales.



martes, 4 de octubre de 2016

Mi hijo no me escucha ni me obedece.

Hoy día es frecuente encontrar esta queja en muchas familias. La conflictividad familiar está creciendo pero ahora no nos vamos a detener en analizar cuáles son las causas. Lo cierto es que muchas casas se llenan de voces, amenazas, portazos y sensación de frustración cuando los hijos no siguen las consignas de los padres. La relación entre padres e hijos se deteriora, se pone a prueba la propia pareja, se resquebraja la autoestima de los padres y el rendimiento escolar del hijo comienza a bajar.

Por eso merece la pena tener en cuenta algunos principios básicos que nos orienten para afrontar la desobediencia de nuestros hijos.

1º.- Padre y madre deben apoyarse incondicionalmente. Si los progenitores se desautorizan mutuamente, el niño, que quiere escapar de una responsabilidad, podrá encontrar un aliado en uno de sus padres.

2º.- Ser ejemplo en aquello que ordenamos. Si los padres piden que traten con respeto a los demás o que colaboren en casa  mientras que ellos descuidan estos aspectos, sus peticiones perderán fuerza moral y quedarán desautorizados.

3º.- Evitar discusiones interminables. Una vez que se ha dado la explicación pertinente, es preferible mostrarse firme antes que discutir y discutir hasta que el niño acepte la tarea que se le pide.

4º.- Seamos coherentes. Es más fácil cumplir normas fijas y previsibles. Aunque dentro de cierta flexibilidad que nos permita alguna excepción, es muy útil que las normas se conviertan en costumbres.

5º.- Si  recurrimos al castigo, éste debe ser realista (que se pueda llevar a cabo), proporcionado (ajustado al comportamiento), educativo (que restituya el daño causado) y que se cumpla. De nada sirve un rosario de amenazas que no se cumplen o imponer castigos que acaban por desvanecerse (“vas a estar todo el mes sin ver la tele”).

6º.- Hablar con claridad sin hacer descalificaciones o generalizaciones. Es frecuente chillarle: “eres un desordenado, has dejado el cuarto hecho un asco”. Este mensaje deteriora el concepto que tiene de sí mismo e introduce el catastrofismo en la conversación. Es mejor centrarse en el comportamiento, en las consecuencias del mismo y en lo que le pedimos que haga. Sería mejor: “Has dejado la ropa, los zapatos y los libros desordenados en tu cuarto. Así vas a arrugar la ropa, alguien va a tropezar o vas a perder algo. Ve y coloca cada cosa en su sitio”.

7º.- Dar una orden tiene su truco. Antes de dar la orden debemos asegurarnos de que nos escucha. Esperaremos a captar su atención para hacer la petición. Después daremos la orden (breve, concreta y  solo una) y cuando la obedezca, le recompensaremos con un elogio, con nuestro agradecimiento, con una caricia o un pequeño comentario.

En muchas ocasiones, me gusta hacer una reflexión con los padres que se enfrentan a problemas de este tipo: “¿Cuánto vale tu palabra?”. Si le has pedido que haga algo y no lo hace ¿qué pasa después? Si le has amenazado con un castigo ¿qué pensará tu hijo si no lo cumples? Si cambias las normas de casa según te convenga ¿qué expectativas tiene tu hijo sobre ti? La palabra de los padres debe cumplirse, debemos ser firmes aunque suponga cierta conflictividad al principio. Las normas  y las pautas de una autoridad como los padres son un factor que ayuda a construir la personalidad de nuestros hijos.

Espero que os hayan gustado estas pequeñas pautas.