Una de las expresiones que solemos
escuchar dentro de una familia en conflicto es “con ése no se puede hablar”.
Es fácil encontrar a un padre hablando así de su hijo adolescente o a una
esposa refiriendose a su marido. En ese punto, nos encontramos a alguien
que ha hecho serios esfuerzos bien intencionados por dialogar con el otro y se
ha topado con una cerrazón típica de las conchas marinas. Esto genera una
importante dosis de frustración que alimenta el distanciamiento y la
disgregación familiar.
¿Cómo
abrir la concha? Puede ser interesante tomar
conciencia de algunas de las principales barreras de la comunicación familiar
que están distorsionando nuestra relación de pareja o nuestro entendimiento con
los hijos. Sin ánimo de ser exhaustivos podríamos enumerar las siguientes:
1.-
Actitud de superioridad. Cuando en nuestras conversaciones
percibimos que el otro adopta una actitud paternalista, condescendiente o
moralizante automáticamente levantamos una defensa para poder expresar nuestra autonomía e
independencia. Dejamos de escuchar, evitamos ceder y aunque podamos reconocer
que lo que el otro señala es verdad nos atrincheramos para evitar cualquier
concesión a su intento de conducirnos.
2.-
Adivinar el pensamiento del otro. En las
conversaciones subidas de tono se suele escuchar “tú lo que quieres es que...
(yo no salga nunca/haga siempre lo que tú dices)” Con esta expresión estamos atribuyendo malas intenciones a
nuestros interlocutor. La respuesta lógica que recibiremos será defensa, ataque
o huida. Muy poco útiles para alcanzar un acuerdo o para lograr armonía
familiar.
3.-
Interrumpimos al otro con frecuencia. Respetar el turno
de palabra es muy saludable para evitar una escalada de violencia verbal.
Cuando soy interrumpido me siento menospreciado (te interrumpo porque ya sé lo
que vas a decir) y tiendo a responder pagando con la misma moneda. La
interrupción puede ser exterior o interior. Mientras el otro habla yo estoy
preparando mi respuesta porque lo que dice no merece ser escuchado.
4.-
Afirmaciones dogmáticas y radicales. “Siempre estamos
igual”; “nunca me escuchas”; “siempre haces lo que te da la gana” “aquí es que
no se puede hablar”. Expresiones así son bloqueadores del diálogo porque introducen
el veneno de la desesperanza y dibujan una escena catastrófica en la que
estamos incapacitados para dialogar, aprender o convivir.
5.-
Encasillamos al otro. A lo largo de la historia que
compartimos con el otro, hemos observado un patrón de comportamiento y,
consecuentemente, le hemos asignado una etiqueta (“es un flojo”, “es una
caradura”, “es una mandona”, “es un comodón”). Con ello creamos dentro de
nosotros pobres expectativas respecto a
la atención que el otro nos va a prestar. Nos acercamos a él con prevenciones y
defensas que en muchas ocasiones son detectadas por nuestro interlocutor. Es la
crónica de una muerte anunciada.
6.-
Oído selectivo. Es el contrapunto de la barrera
anterior. El hijo está predispuesto a escuchar y a defenderse de mensajes de su
madre que connoten autoridad, control o superioridad. Así mismo, el padre, con
respecto al hijo, está preparado para reaccionar a mensajes de desacato o
indiferencia. Es un coctel que augura un desenlace fatal.
7.-
Tendencia a no dar la razón. Se trata de una predisposición a no
ceder en ningún aspecto y a evitar sea como sea que el otro se quede encima. Es
como hablar con el “Doctor no”. Nos cerramos en nuestra posición para ganar sea
como sea en la batalla dialéctica aunque sea a costa de actuar en contra de nuestros
propios principios éticos.
8.-
Discurso excesivamente emocional. El enfado o el
nerviosismo interfieren seriamente en el contenido de lo que hablamos y en la
forma en la que tratamos al otro. Es mejor buscar la calma y el momento
adecuado para decir las cosas más difíciles a las personas que más queremos.
Estas son algunas de las principales
barreras que distorsionan la comunicación con las personas que más nos importan.
Si deseamos que el otro se abra, escuche o acepte lo que deseamos decirle
merece la pena cuidar el lenguaje,
nuestra actitud, la forma, el lugar o las personas que están presentes
cuando queremos tratar temas sensibles. En estos casos, la primera persona con
la que tengo que hablar es conmigo mismo, de manera que pueda desmontar estas
barreras para que lo que deseo decir sea escuchado, acogido y aceptado con más
facilidad.